La muerte del padre

      A mi padre no le queda mucho de vida. Desde que empeoró sin regreso, la idea literaria de la muerte del padre me ronda sin remedio. En las primera páginas de Experiencia, Martin Amis escribe: “Alguien ya no está aquí. (…) el padre, el hombre que está entre el hijo y la muerte…” De niño, el escritor John Irving no vio a su padre, creció preguntándose por él. En 2005 supo que su padre sí quiso verlo, pero ya había muerto. Eso lo llevó a escribir Hasta que te encuentre, que relata la historia de Jack, el hijo de una tatuadora y un organista que desaparece antes del nacimiento del niño. A los cuatro años, Jack emprende con su madre un viaje para buscarlo.

   Lo mejor y peor que puede hacer un padre, a cierta edad del hijo, es morirse. En la literatura, la muerte del padre es, siempre, una apertura, una liberación dolorosa, una incógnita, un espejo. Se pueden citar: Mi libro enterrado de Mauro Libertella; Elegía de Philip Roth; El Salto de papá de Martín Sivak; La invención de la soledad de Paul Auster y la novela llamada, precisamente, La muerte del padre de Karl Ove Knausgård.      

    Mi primer encuentro con ficciones que abordaban el tema fue la monumental obra de Paul Auster, La invención de la soledad. A las ocho de la mañana de un invierno de 1979 sonó el teléfono en la casa del autor para anunciarle la muerte de su padre. Desde ese instante, todas las preguntas quedaban sin responder. Así nació su primera, y quizá mejor, novela. “Durante los primeros años de mi vida, él se iba a trabajar por la mañana temprano, antes de que yo me despertara, y volvía a casa mucho después de que me acostara. Yo era el niño de mamá y vivía en su órbita”, escribe. 

   Uno de los mejores comienzos es el de Sivak: “Antes de tirarse de palito de un piso dieciséis, papá se despidió de la clase obrera argentina”. Así abre el misterio, porque eso también, es, el padre: un misterio. El cristianismo occidental registra, en sus sagradas escrituras, este fenómeno a la perfección: Jesús, en la cruz, le pregunta y reprocha a su padre (y por ende a él mismo) por qué lo ha abandonado. Siglos después, Nietzsche matará a dios y lo hará más padre que nunca.

      Sospecho que el tópico es fundante en la madurez de todo autor. Aunque el padre haya sido un proveedor-protector, maestro, verdugo, ausente, incierto; siempre será una figura encumbrada en la que haremos cima para, si tenemos suerte, plantar nuestra bandera. Para eso deberá estar muerto,  y por esa razón, muchos lo matan en todo el reino animal. 

    Maximiliano Tomas refiere al libro de Libertella en una nota publicada hace tiempo: A pesar de lo que pueda parecer, Mi libro enterrado no es un libro deprimente. Duro, honesto, asfixiante e incluso, si cabe la adjetivación, bien escrito: pero no deprimente. La clave está en la manera en que padre e hijo interpretan el suceso de la muerte, cuando los dos saben que ya no habrá vuelta atrás. El día en que los médicos le anuncian el cáncer, se sientan en la cama del hospital y hablan. Hablan como pocas veces lo habían hecho. «Me dijo también que él de algún modo había elegido su muerte, y que no me preocupara. No quería que le tuviera pena ni lástima. Tampoco quería que yo me pusiera triste; me mostraba, diciendo esas cosas, que la noticia de la propia muerte puede impactar con la fuerza de una redención o de un alivio». El padre acepta la idea de la muerte como un destino trazado, en parte, por su propia voluntad. Y en ese acto, en un deslizamiento preciso, con un gesto liberador, hace lo mejor que puede: abrirle el camino a su hijo. El círculo se completa. O, en las propias palabras de Mauro Libertella: «Fue un deshielo, y fue algo sano en medio de tanta enfermedad».

   Algo en común en todas estas obras, es que el padre se perfila como una especie de Buda a quien buscar, a quien nunca se encuentra, o a quien se cree encontrar. El padre es camino recién cuando se queda estático, duro como cartulina en el ataúd o en la memoria perdida, o en el relato de otros. Tácito e inmóbil, esos son los padres muertos de la literatura.

  Finalmente, La muerte del padre de Karl Ove Knausgård, fue escrita diez años después de que el suyo se emborrachara hasta morir. Knausgård desmenuza a lo Proust cada instante de su vida, como si un quijote niño se tratara, un suicidio, una empresa imposible, una ruta donde cada bache es una confesión y no debe sortearse. El padre es, también, una confesión que se extingue.

Mueca en La nueva mañana

El pueblo del interior provincial tiene sus particularidades. Tiene un ambiente y un ritmo que es distinto al de la ciudad, claramente. Se trata de una cadencia que se palpa en sus personajes y en sus calles (indistintamente de si son de tierra o no) llena de símbolos inequívocos que emparenta unos pueblos con otros: Los modos de hablar, las polvaredas, los canes callejeros, los animales de campo, entre otras marcas propias de estos lugares. Se podría decir que hay una “mueca” que los distingue, siguiendo el título del libro de Pablo Giordano. Una mueca que es similar a otras pero a la vez anida en la particularidad de quien la vive a diario o la ha vivido y emigró a otros lares y se puede palpar en versos como este: “Las estrellas recién llegan, lo saben: / silente trepará Paula a mi techo / y, sentada a mi lado sobre el tanque, / comentará lo extraño, lo inquietante / de sentirnos así, no sé… tan vivos”.

Pero no se trata solo de un relato poético de un paisaje, cada poema es una escena sacada de la memoria para armar una biografía personal que se inscribe en ese marco de pueblo. Momentos cristalizados en versos que exponen una experiencia de vida sin caer en añoranzas. Es el propio cuerpo atravesado por esas reminiscencias que le son propias, que son parte de su propia identidad expuesta ahí, en el texto, como una mueca.

Mueca de provincia

¿Qué hace un poeta en un mundo desencantado? Esa pregunta está implícita en todos los poemas de Mueca de provincia. No es una pregunta metafísica sino física. Mundo significa en este caso un pueblo del interior, tan expuesto al cielo y a las estrellas como cualquier otro lugar de la galaxia. La respuesta, intermitente, fragmentaria, que ofrece Pablo Giordano es exponer la intimidad de ese desencanto, escribir su biografía, asumirlo irónicamente como una identidad o como un destino que se acepta y se rechaza a la vez. La mueca es un signo ambiguo que se expande por todo el espectro emocional que va desde la resignación a la indignación. Pero el hecho de que elija el endecasílabo como medida dominante de sus versos indica un artificio: Giordano no se limita a expresar sus sentimientos o a contar sus recuerdos, compone con ellos una serie de escenas (algunas inolvidables, como “La sombra te mata”, “El color de la sangre” o “Paula”) en las que el tiempo y el espacio (ese espacio visto desde los techos) parecen formar un remolino, demorarse, girar sobre sí mismos sin detenerse nunca, porque necesitan decir algo más, no se sabe muy bien qué ni por qué, y se comportan como esas fotos que vistas muchos años después ya no muestran solo la imagen original sino también lo que no sabían del futuro y que ahora, inevitablemente, saben: “Y tendré un corazón gris para siempre/ sin explicación ni acostumbramiento”.

Carlos Alberto Schilling

Enserio

A veces hay una delgada línea entre lo real y lo imaginario, solo tenés que animarte a cruzarla”. Es el señuelo que los lectores encontramos en la contratapa de enserio”, libro de cuentos inquietantes para chiques, del escritor cordobés Pablo Giordano. La obra viene con ilustraciones de Marcelo Mosqueira, y la factura del libro es cuidadosamente bella, como todo lo que realiza Ediciones de la Terraza, que dirigen Barbi Couto y Mauricio Micheloud.

El primero en cruzar esa delgada línea de lo real y lo imaginario, es el escritor varillense Pablo Giordano. Como sabemos, la literatura infantil goza en los últimos años del beneplácito del mercado editorial. Córdoba, es uno de los lugares importantes de producción y de edición y cuenta con nombres relevantes y de interés mundial, entre los que podemos encontrar a María Teresa Andruetto, Graciela Bialet, Perla Suez, Laura Escudero, y Lilia Lardone, entre muchos otros escritores. Pero también es justo decir que en el importante crecimiento editorial de la literatura infanto-juvenil, han aparecido un sinnúmero de recién llegados y oportunistas, en cuyas páginas se dieron cita la ñoñez”, el infantilismo y el moralejismo literario. Obviamente, no es el caso de Giordano, que desde su ciudad natal viene transitando diversos caminos, como la poesía y la novela, y en todos ellos ofrece originalidad y buen gusto, con un marcado toque de provocación.
Giordano se anima cruzar la delgada línea y ofrece cinco cuentos muy breves, pero de una intensidad asombrosa. Desde una frazada que tiene vida propia y quiere matar a su dueña, hasta una inquietante hermanita muerta alojada en un sótano que viene a visitarnos. Las clasificaciones no interesan tanto, pero digamos que hay condimentos de la literatura de terror, del fantástico, de lo maravilloso y de lo extraño.

Pero lo que vuelve por demás interesante este libro tiene que ver con el tratamiento de temáticas clásicas del género de lo inquietante, en una atmósfera que se aloja en nuestro espacio cotidiano argentino-cordobés. El sótano de la hermanita muerta no pertenece a ningún castillo ni palacio idealizado, y puede referirse a una casona vieja de barrio Alberdi o a una antigua casa de alguna ciudad de la pampa gringa, o a Traslasierra. La metamorfosis del hijo de Roberto se manifiesta cuando empieza a jugar al GTA con la Play Station… y así.

Ahora bien, esta vinculación de lo clásico del género con la atmósfera actual, no está realizado de manera artificial, hay naturalidad en la escritura y eso es lo que lo vuelve un buen libro para chicos y grandes. Respecto a cierta pusilanimidad y timidez en el arte de asustar a los niños sin traumarlos creo que los cuentos de Giordano logran ese estremecimiento físico que los grandes alguna vez sentimos cuando, de chicos, leíamos a Poe o a Horacio Quiroga.

Trabajar con el miedo, requiere una responsabilidad enorme. En este sentido es difícil y complejo encontrar un equilibrio entre la puerilidad y la desmesura.

Pero hay otro aspecto interesante de este libro y tiene que ver con su autor y con el lugar que le damos a los escritores del interior. Recurro a la analogía con su propio relato, esa hermanita muerta que sale del sótano por las noches y nos asusta y obviamente está más viva que muerta. Creo que Giordano, como muchos otros escritores del interior cordobés (Pienso en Marcelo Dughetti, Mabel Reyes Machado, Alejandro Nicotra, Antonio Tello, etc.) todavía no tienen la visibilidad que merecen, y salen como la hermanita muerta a asustarnos por la noche, a pedirnos algo, a contarnos su historia. Son escritores y escritoras que han elegido quedarse en sus lugares. En muchas ocasiones, lejos del jet set” literario, el cóctel de fantasía y la aparición en el matutino más comprado. Lo que muchas veces se crítica respecto de la city porteña, la falta de federalismo, la centralización de Buenos Aires, es lo que Córdoba capital repite con sus hermanitas menores del interior, que están ahí, encerradas en el sótano de la Córdoba profunda.

Pero hay que tener cuidado. Esos muertos no están muertos. Más vivos que nunca pueden comenzar a salir por la noche y asustarnos, incluso reclamarnos y generarnos culpa. Los quiero mucho y no sé por qué me hacen esto, y desde que les dijiste que me viste salir del sótano cerraron la puerta para siempre. ¿Es para siempre?”, dice y se pregunta la chica del sótano del cuento de Giordano. El interior cordobés ha dado innumerables y buenos escritores a la literatura argentina. Citemos al menos dos clásicos: Hilario Ascasubi, de Bell Ville, y Leopoldo Lugones, de Villa de María de Río Seco (uno del norte y el otro del sur).

Excelente apuesta editorial, la de Ediciones de la Terraza, que se anima a abrir la puerta del sótano para que salgan los fantasmas que más vivos que nunca tal vez escriban mejor que los que vivimos en la metrópoli.

Leandro Calle

Escoger una filosofía

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Apenas atrás de la época en que los aristócratas rusos se batían a duelo por la inclinación del sombrero, la fuerza de la mirada o la colocación de una coma, el conde Aleksandr Ilich Rostov, de casi 30 años, es sentenciado al paredón de fusilamiento. Es 1922 y los bolcheviques mandan; pero la literatura salva al aristócrata. Un viejo y “subversivo” poema de su autoría es causal de conmutación de pena: le dan arresto domiciliario perpetuo. El caballero no podrá salir del lujoso Hotel Internacional Metropol, donde se hospeda. Un digno noble como él acepta la condena.

Así comienza la trama imaginada por el estadounidense Amor Towles para su novela Un caballero en Moscú (Salamandra, 2018), cuya edición original se mantuvo 50 semanas en la lista de los más vendidos. Traducida a 20 idiomas, espera la versión cinematográfica.

Se trata de una obra larga y ancha, un best seller de los buenos, donde el autor se moja los labios ante el fino arte de la observación. Basta leer la nomenclatura del idioma universal de los restaurantes. Describir la señal de preferir un almuerzo en soledad, por ejemplo, le toma casi dos páginas, la mesa y un periódico.

A las semanas de encierro, entiende que ha vivido en la “zona turística” del hotel al compartir la inteligencia con una niña que le revela los secretos edilicios, las vitrinas prohibidas y los pasadizos a los tesoros previos a la revolución que frecuentan admirados. Nina porta la llave maestra y un oscuro gusto por la ciencia experimental. Es la única razón de su vida. Arrojar con ella objetos desde la azotea para medir velocidades y masas, suple arrojarse él mismo.

Transformación rusa

Se trata de una novela larga, donde el humor de salón se presenta mientras ofrece una mirilla por donde asomarse a la transformación rusa desde fines del siglo 19 hasta mediados del 20. La historia, narrada con precisión sostenida durante más de 500 páginas donde nada sobra, obliga a un descanso en cada metáfora. Son asombrosas. Las reflexiones, a pesar de la flema sarcástica del aristócrata, no siempre saben ácidas: “…los rusos nos apuntamos con la pistola no porque seamos más indiferentes o estemos menos cultivados que los británicos, los franceses o los italianos; todo lo contrario, estamos dispuestos a destruir lo que hemos creado porque creemos más que ninguna otra nación en el poder del cuadro, del poema, de la oración, de la persona”.

La nueva burguesía que ve perfilarse en las altas esferas soviéticas no levantarán el confinamiento; ni siquiera por enseñar los usos y costumbres de etiqueta y arte extranjero al embajador soviético en París y Estados Unidos.

Rodeado de intrigas políticas, personas entrañables y otras siniestras, el caballero planea un escape a los 60 años. Es ley de vida, dice Rostov, que tarde o temprano todo ser humano acabe por escoger una filosofía.

Lágrimas de millonarios

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   Un domingo de 2002, Carlos Carrascosa dijo encontrar muerta a su esposa, María Marta, vestida y con la mitad del cuerpo dentro del agua de la bañadera de su casa del exclusivo country El Carmel. A partir de allí, los medios se hicieron el festín de las hienas durante años con el asesinato de María Marta García Belsunce, apuntando al marido como principal sospechoso.

   Basada en este caso que nadie olvida, Inés Arteta construyó una novela que le valió la final en el festival Buenos Aires Negra de 2014. Felisa Morel, la víctima, era una mujer anoréxica adicta al running y al sexo, quizá para intentar llenar el vacío que le producía vivir en un barrio cerrado con todas las necesidades básicas y aspiracionales resueltas. Como María Marta, es encontrada muerta y su entorno parece tomarlo con naturalidad. Su amiga Clara, quien narra la historia, no acepta lo dictaminado por del acta de defunción (muerte por causas naturales relacionadas con la anorexia) y se lanza a investigar.

   Los caimanes (Libros del Zorzal, 2019) además de un policial atrayente como pocos, es un ejercicio de facultades narrativas que documentan estilos de vida exclusivos de ciertas zonas urbanas: los countries y las villas, sus interrelaciones de poder y tráfico de favores, bienes y personas.

   Los testimonios de los personajes no sólo importan para la trama, valen como discursos para análisis sociales de las últimas dos décadas, exponiendo a quienes lloran mientras devoran: cocodrilos y caimanes.

Rosa de los vientos

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La vida en Irak antes de los dictadores. Los muy raros norteamericanos, incapaces de entender que estando lejos de tu país, no extrañes a tu auto. El bush australiano, un organizado laberinto como frontera final. La fascinante y asombrosa adaptación de los esquimales, ágape de carne cruda incluida. El gran Sahara uniendo y destruyendo pueblos aquí y allá, sin olvidar el rol de España y Marruecos en las matanzas de la arena prometida. El despertar del monstruo Chino que ya veíamos crecer como bebé con gigantismo. Y por último, la hermosa Alaska abandonada a bordo de un avión chorreado de sangre.

Estas son algunas de las postales que Rosa Montero publicó a lo largo de veinte años (1979-1999) en diferentes medios como artículos de viajes, crónicas, entrevistas, ensayos, y sobretodo como  lo indica el título, estampas. Textos con un denominador común: el fin de la geografía, la última frontera, la conversión de lo brutal-natural en lo actual anodino. Una prosa exquisita como ya conocen, capaz de oficiar de guía turística e histórica a la que no dan ganas de soltarle la mano.

Puntos de quiebre.

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El clivaje designa, en los cristales, los sectores donde la unión de los átomos es más débil, zonas de ruptura. El término fue empleado en psicología para designar, por ejemplo, puntos de escisión del yo. En Zona de clivaje, Liliana Heker utiliza el concepto para preguntarse por la existencia de esa cualidad dentro de una pareja y en la construcción de una identidad.

Alfredo Etchart es profesor de literatura, mantiene un noviazgo abierto con la treintañera Irene, a la que conoció siendo una alumna de 17 años. Es una relación exótica como las integradas por narcisistas de alta resistencia, intelectualmente soberbios y emocionalmente desprejuiciados en apariencia. El punto de quiebre se produce cuando ella entiende que la supuesta apertura es unilateral. Le abre los ojos una nueva alumna de él, de la edad que ella tenía al conocer al profesor. A partir de allí, Irene luchará contra los celos que le produce ese espejo, y comenzará una búsqueda que describirá con analogías propias de su profesión: la Física; con preguntas sobre hasta dónde somos capaces de aguantar la introspección, es decir, de qué está hecho nuestro clivaje.

Heker ganó con esta obra, reeditada en 2018, el Premio Municipal de Novela en Buenos Aires en 1987. Hay una tesis que apunta al descubrimiento del feminismo y a la necesidad de todo individuo de dejar que el cristal se rompa y que la parte resultante se configure como un nuevo todo. Y es, también, una historia de amor post dictadura, que atraviesa la cultura emergente de la década.

Chinita de porquería

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Hace unos días la gente vio a la Luna ponerse roja, los astrónomos estudiaron el eclipse, muchísimos otros deliraron con misticismos acordes a sus creencias, los terraplanistas dijeron que no ocurrió; y como siempre, se registraron en el mundo algunos casos de suicidio, simplemente, por el paso de nuestra nave entre el sol y el satélite terrestre.
Ciento setenta toneladas de basura dejamos en la Luna en sólo seis visitas. Seis años tardaron las huellas humanas en calentar el sector pisado, después de cambiar la estructura de regolito obligándolo a absorber más luz solar y calentarse. Exportamos calentamiento global.
Hace apenas un par de semanas, China, que significa “centro del mundo”, posó una sonda en el lado oscuro de la luna e intentó con éxito relativo hacer crecer vegetales e insectos en la tierra plomiza. China se le decía a la mujer del gaucho, “chinita de porquería” a la adolescente que se “porta mal”. La palabra no hace referencia a las mujeres del país asiático. China es una palabra quechua que significa hembra. Los españoles la usaron despectivamente para referirse a las mujeres mestizas. En Chile las chinas de hoy son las empleadas domésticas, casi todas de tez para nada selenitas.
China, la mujer con gigantismo que no para de crecer, está en el centro del telescopio de las grandes potencias temerosas de ser devoradas. Esa china que no es mujer sino centro, pondrá en órbita una nueva luna. Se necesita luz nocturna en cantidad. La noche nos da miedo y nos paraliza, económica y emocionalmente. El mundo tiende a no dormir, como un gran criadero de pollitos. Nos aseguramos compañía para las noches de soledad, sobretodo cuando no hay luna y hace frío porque esa mujer nos ha dado vuelta la cara para siempre. La cara oscura donde la China impertinente posó una sonda.
En la poesía, la mujer y la luna son lesbianas haciendo el amor. Es una relación antiquísima. Pero la cara oculta de la poesía, que no todos visitamos, nos sugiere que una mujer-luna necesariamente será satélite del hombre: ilumina nuestra melancolía, pero es lejana y se requiere mucho dinero y arriesgar la vida para conquistarla. Se hace la difícil. Nos ahoga si no estamos preparados para ella, no tiene mucho que ofrecer y podemos hacer crecer cosas en su seno y abandonarlas allí. Es fría y sin aire; pero también hermosa. O solamente hermosa.
En español es femenina y no tiene luz propia, la luz la recibe de un masculino; el Sol; que la emite y es gigante y devorador como la China. Hay que estudiar ese patriarcado porque cada tanto sus llamaradas intentan penetrarnos. Se sabe que crecerá hasta devorarnos aunque nos mudemos. Es el padre de la madre tierra, de quién salió la Luna, la hija, la chinita de porquería a la que «le viene» tres veces al año. Cuando eclipsa al sol, hace un huequito de oscuridad en algún rincón de la tierra, nada más: un pequeño pezón en la madre. Pequeños y oscuros como los derechos de las mujeres.
Se puede orbitar durante millones de años usando estas interrelaciones. Sumar, por ejemplo, que en el medio oriente del sistema solar el sultán Júpiter posee un harem de 79 concubinas, casi todas de nombre femenino y destino femenino en distintas mitologías. El destino femenino se entiende como ninguno, o trágico. Lo único que les queda es orbitar al panzón.
No hay forma de que la metáfora entre luna y mujer sea justa, ni siquiera en el arte, que es amoral, como el cosmos, e infinito como lo que aún no asimilamos, o nos negamos a aceptar, como el feminismo, que es a los hombres lo que un eclipse a la tierra plana.

40 años de historias

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García Márquez no quería ser recordado por Cien años de soledad ni por el Nobel, sino por su labor en los periódicos. Definió al periodismo como el mejor trabajo del mundo, el cual desempeñó desde 1947, mientras publicaba sus primeros cuentos, hasta poco antes de su muerte, en 2014, a los 87 años. 

El escándalo del siglo, una selección de su obra periodística, recoge publicaciones en distintos medios gráficos durante cuatro décadas: desde el bohemio “Gabo” aprendiz, hasta mediados de la década de 1980, cuando ya era un nombre pesado de la literatura. 

En las notas encontramos a un borracho que se tira por la ventana de su hotel al ver una lluvia de peces; un velatorio costero autóctono rodeado de leyendas populares; el bloqueo a Cuba; reflexiones sobre la escritura y el Premio Nobel; crónicas de homicidios; unas vacaciones con el Papa; una oficina de correos donde van a parar las cartas perdidas y la famosa crónica por entregas, que da título al libro, acerca de la misteriosa muerte de la italiana Wilma Montesi.

Es una antología que evidencia la poca distancia entre el García Márquez cronista y el escritor de novelas, y  donde aparecen por primera vez los bocetos de sus grandes obras: Aracataca y las familias Buendía.

Además de maestro de periodistas, nadie duda de que “fue el mejor colombiano de todos los tiempos”, como manifestó el presidente del país caribeño el día del funeral. Su periodismo se mantuvo fiel a un principio: contar una historia. Contarla bien.