Escoger una filosofía

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Apenas atrás de la época en que los aristócratas rusos se batían a duelo por la inclinación del sombrero, la fuerza de la mirada o la colocación de una coma, el conde Aleksandr Ilich Rostov, de casi 30 años, es sentenciado al paredón de fusilamiento. Es 1922 y los bolcheviques mandan; pero la literatura salva al aristócrata. Un viejo y “subversivo” poema de su autoría es causal de conmutación de pena: le dan arresto domiciliario perpetuo. El caballero no podrá salir del lujoso Hotel Internacional Metropol, donde se hospeda. Un digno noble como él acepta la condena.

Así comienza la trama imaginada por el estadounidense Amor Towles para su novela Un caballero en Moscú (Salamandra, 2018), cuya edición original se mantuvo 50 semanas en la lista de los más vendidos. Traducida a 20 idiomas, espera la versión cinematográfica.

Se trata de una obra larga y ancha, un best seller de los buenos, donde el autor se moja los labios ante el fino arte de la observación. Basta leer la nomenclatura del idioma universal de los restaurantes. Describir la señal de preferir un almuerzo en soledad, por ejemplo, le toma casi dos páginas, la mesa y un periódico.

A las semanas de encierro, entiende que ha vivido en la “zona turística” del hotel al compartir la inteligencia con una niña que le revela los secretos edilicios, las vitrinas prohibidas y los pasadizos a los tesoros previos a la revolución que frecuentan admirados. Nina porta la llave maestra y un oscuro gusto por la ciencia experimental. Es la única razón de su vida. Arrojar con ella objetos desde la azotea para medir velocidades y masas, suple arrojarse él mismo.

Transformación rusa

Se trata de una novela larga, donde el humor de salón se presenta mientras ofrece una mirilla por donde asomarse a la transformación rusa desde fines del siglo 19 hasta mediados del 20. La historia, narrada con precisión sostenida durante más de 500 páginas donde nada sobra, obliga a un descanso en cada metáfora. Son asombrosas. Las reflexiones, a pesar de la flema sarcástica del aristócrata, no siempre saben ácidas: “…los rusos nos apuntamos con la pistola no porque seamos más indiferentes o estemos menos cultivados que los británicos, los franceses o los italianos; todo lo contrario, estamos dispuestos a destruir lo que hemos creado porque creemos más que ninguna otra nación en el poder del cuadro, del poema, de la oración, de la persona”.

La nueva burguesía que ve perfilarse en las altas esferas soviéticas no levantarán el confinamiento; ni siquiera por enseñar los usos y costumbres de etiqueta y arte extranjero al embajador soviético en París y Estados Unidos.

Rodeado de intrigas políticas, personas entrañables y otras siniestras, el caballero planea un escape a los 60 años. Es ley de vida, dice Rostov, que tarde o temprano todo ser humano acabe por escoger una filosofía.

Los escombros de la Historia

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Se dijo que aceptar el destino es digno de grandes hombres. En Enterrados, el narrador lo explicita aprisionado bajo las paredes de una casa desplomada. Acepta esa condición como epifanía, como tuvo que aceptar la Guerra del Paraguay.

Este narrador puede ser el general Mitre, aunque porte linterna y celular. La locación puede ser uno de los círculos infernales de la Divina comedia, a la cual tradujo y agoniza en la historia enterrada de las traducciones. El concreto quebrado sobre el protagonista se convierte de repente en los restos de la mansión donde se construyó tiempo después la Biblioteca Nacional: la explosión polisémica no da respiro.

Dividida en cuatro partes, dentro de un relato ramificado, la trama deja espacio a la asociación libre entre arte e Historia, revela la pasión de Delfina, mujer de Mitre; pero también la de Elisa Lynch y su hombre líder del Paraguay: Francisco Solano. Conviven caóticamente, unidos por el pensamiento delirante del que fallece bajo la destrucción: Marco Aurelio, los arcanos de la política sudamericana, los antepasados irlandeses del Che, las supersticiones nazis, Sarmiento, la cultura libresca islámica, Mansilla, Borges y todos los vínculos imaginables entre estos.

Miguel Vitagliano ofrece una historia reconstruida con escombros del pasado del mundo y la historia reciente argentina. El libro requiere pensar bien cada capítulo como un juego de ingenio donde los encastres están distantes.

Lo humano que habita en el monstruo

En la novela Los Divinos la autora crea una ficción a partir de un crimen que tuvo gran resonancia mediática en Colombia.

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Noche de nadie en Bogotá, en las calles zumban alarmas, pandillas sicariales y porteros armados. De a ratos, la sirena de una ambulancia parece poner paz a lejanos alaridos. El Muñeco, Tarabeo, El Duque, Pildo y El Hobbit (la hermandad llamada Los Tutti Frutti) se mueven en sus autos de lujo como divinos en una madrugada infame.

Pertenecen a la clase que cumple el riguroso mandato de la sociedad acomodada colombiana: violencia contra cualquier mujer que se interponga en sus placeres o sea el objetivo de estos. Los Tutti se conocen desde niños y jamás elevaron la vara por encima de los delitos menores; pero, desde hace unos meses, el clima que se respira es trágico, lo presienten, especulan.

Esa es la panorámica de apertura en Los Divinos, la última novela de la colombiana Laura Restrepo, que le valiera los premios Antonio Gala de Narrativa y Córdoba por la Paz 2018.

El relato, basado en un hecho real, aborda el caso que conmocionó a Bogotá en diciembre de 2016: la desaparición de Yuliana Samboní, de 7 años. En ese infanticidio no hubo semanas de búsqueda ni decenas de pistas. Siete horas después de la desaparición, el cuerpo de la niña fue encontrado ungido en aceites, sales y envuelto en velos, rodeado de velas encendidas ondeando sobre el agua de la piscina del arquitecto de 38 años Rafael Uribe.

Restrepo recrea en primera persona la vida de los cinco personajes involucrados y los arroja por un embudo argumental cuyo final se palpita en cada página: lo que nace como travesuras infantiles se consolida como aberraciones de adultos. Cada capítulo es un perfil y una revelación.

El modo elegido por la escritora que ganó el premio Alfaguara 2004 para contar esta historia tiene el color y la fuerza del léxico coloquial bogotano, interferido por el estilo culto de la autora, que sacrifica un poco de realismo para hacernos irremediablemente cómplices del horror: una manera necesaria de entender que los actos a veces llamados monstruosos son humanos y que para aprehenderlos hay que vivirlos o pensarlos desde una cultura ilustrada. La novela intenta dar respuesta al lugar común: ¿por qué ocurren estas cosas?

En un continente que visibiliza cada vez más los femicidios y ha levantado en la última década más alto que nunca las banderas del feminismo, Los Divinos es otro aporte que trasciende al caso particular y nos sitúa en la realidad de un continente que tuvo y tiene problemas de narcotráfico, fronteras, violencia y abusos sistemáticos; donde la corrupción permite a las clases dominantes hacer prácticamente lo que quieren.

A pesar de basarse en el caso particular de Yuliana, la novela de Restrepo es una obra ficcional que toma este crimen para enfocar en las particularidades de la complejidad humana. No hay spoiler cuando lo que importa no es lo que ocurrió, sino por qué.

Un mundo asfixiante

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  La investigación, del francés Philippe Claudel (profesor y guionista de cine y televisión, Premio Renaudot 2005), acaba de ser reeditada por Salamandra, ocho años después de aparecida. Se trata de una novela conjetural y simbolista, un homenaje al asfixiante mundo de El Proceso kafkiano, que nos lleva de la mano (o de los pelos) por los desechos de las sociedades altamente industrializadas, donde las maquinarias de destrucción humana en serie, representadas en este caso por una misteriosa compañía, son las que dictan con impunidad las reglas del juego.

  El Investigador, anodino protagonista de esta historia, es llamado por “la Empresa” para explicar la causa de la alta tasa suicida de obreros, registrada en el último año dentro de las instalaciones. Al bajar del tren nadie lo espera y, al tiempo de caminar buscando alojamiento, descubre que la Empresa y la ciudad son la misma cosa: cada esquina o recodo, inclusive las ventanas del hotel, esconden un cerrado paredón que da a la faraónica fábrica, la cual se dedica, como le explicarán luego, a tantos rubros como posibilidades prácticas admite una corporación ambiciosamente absolutista. Es decir, la sociedad por completo. Como ocurre en estos casos, cada momento de la vida cotidiana se convierte en parte de un monstruoso ser sin empatía.

  Después de incontables absurdos burocráticos, de la mano de personajes dignos de Alicia en el País de Las Maravillas, cada movimiento del investigador será un contratiempo para sus propósitos. El ritmo y el clima desesperante comienzan a apretar una vez avanzados en la historia, cuando todo indica que de continuar con las peripecias, nuestro ya gris y mediocre investigador no dará comienzo nunca a la pesquisa.

  Lo original de Claudel es que reutiliza un cliché para desmenuzar hasta los más sutiles mecanismos de los sistemas automatizados y nos revela lo complejo que resulta no contribuir a ellos con nuestra torpeza o nuestra desidia. Para lograr transferir la complejidad recurre a infantilismos muy efectivos como el de no utilizar nombres propios, o más bien, que estos sean genéricos: el Policía, la Empresa, el Guía, el Anciano, etc… como en una fábula.

  La investigación es, también, una elíptica denuncia al capitalismo como sistema orgánico, que tiende a naturalizar ciertos impuestos sociales que a largo plazo, como si de un péndulo de energía creciente se tratase, desorbita para siempre: “…es imposible ser feliz en un sitio sin robarle la felicidad a alguien que está en otro”, es lo que entiende el Investigador en el colmo de su resignación como personaje de una novela que nos recuerda la esencia del mundo que nos rodea, y pocas veces vemos.

«Limpieza» étnica en Myanmar

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El 25 de agosto de 2017, aproximadamente 671,000 refugiados rohingya huyeron de la violencia y de las graves violaciones a los derechos humanos en Myanmar, la antigua Birmania. Fue hace un año que las fuerzas de seguridad del país asiático lanzaron un asalto generalizado y sistemático contra cientos de poblados rohingyas como respuesta a una serie de ataques contra 30 puestos de policía por parte del Ejército de Salvación Rohingya de Arkán, un grupo armado. La reacción de las fuerzas de seguridad birmanas fue quemar poblados, violar a cientos de mujeres, y torturar y asesinar a miles de personas. La violencia alcanzó tales niveles que el gobierno de Myanmar ha sido acusado internacionalmente por genocidio y limpieza étnica.

Los rohingyas son una minoría étnica (aunque no son reconocidos como tales dentro de los 135 grupos étnicos oficiales del país) y religiosa (practican el Islam) que por décadas ha sufrido persecuciones en Myanmar, donde la religión mayoritaria es el budismo. Desde 1948, cuando Birmania se independizó del Reino Unido, los rohingyas han sido víctimas de tortura, negligencia y represión. En Myanmar se les prohíbe casarse o viajar sin permiso de las autoridades y no tienen derecho a poseer tierra, ni propiedades. Según el Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR), la crisis del pueblo rohingya ha sido una de las más duraderas del mundo y es también una de las más olvidadas.

(la nota completa, acá)

La infancia como pesadilla.

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  Hanka tiene 9 años, las tropas alemanas toman Polonia. Junto a miles de judíos es trasladada al Ghetto de Lodz (donde pierde a su padre) para después ser exportada como carne de los hornos en Auswitch. Sobrevivió de milagro. Su memoria registra un plato de sopa cada cinco personas, cuerpos de fugitivos colgando inertes de las vallas electrificadas, el aseo y un baño como lujos inalcanzables y la muerte propia como necesidad en puja con la pulsión de vida.

 Cuando la guerra parecía terminar, bajo un cielo celeste y calmo, descubre que ya nada malo puede ocurrir, hasta que llegan los bombarderos. Terminada, por fin, aquella desmesura, fue rescatada por la Cruz Roja. Años más tarde se casó en Suecia, donde trabajó en un laboratorio y se diplomó en la Facultad de Química para luego emigrar a nuestro país y reencontrarse con una de sus hermanas llegada antes de la guerra.

  Hoy Hanka Dziubas Grzmot tiene 87 años. Al regreso de un viaje en 2016 a los antiguos escenarios del horror, invitada por la ORT a la Marcha por la Vida, decidió contar su historia al escritor Alejandro Parisi, quien la entrevistó tres veces por semana durante un año y construyó una crónica novelada donde la niña entra a la adultez arrastrada de los pelos entre cadáveres.

  Después de estudiar la Guerra más horrorosa del planeta, de documentarse y hablar con los sobrevivientes, Parisi trabajó en una trilogía iniciada por la historia de Mira Ostromogilska, bajo el título El ghetto de las ocho puertas (2009) y luego la historia de la sobreviviente Nusia Stier: La niña y su doble (2014); Hanka 753 es la que cierra el proyecto.

  Se trata de una novela a la que se le notan las costuras: la niña se entera de lo que ocurre oyendo detrás de las puertas, como en las telenovelas de media tarde; y más allá de que esto haya sido real o no en la vida de Dziubas, es inverosímil y deteriora la lectura. Sin embargo, lo importante es otra cosa: en esta, como en todas las obras sobre la Segunda Guerra, aparece el cuestionamiento sobre la existencia de un Dios. ¿Por qué no está? ¿Por qué no hizo nada antes de que todo ocurriera? ¿Por qué abandonó al pueblo elegido?

  En Hanka 753 cualquier escena se parece a un golpe bajo. Pero es que durante el Holocausto los golpes bajos eran lo cotidiano. Parisi no necesita lucirse como argumentador, sólo le basta con contar, y la calidad de la prosa se queda atrás para dar paso a las historias cargadas del sinsentido de aquel infierno donde el renacimiento no fue menos doloroso que la agonía de la que se salía.

Que parezca un accidente.

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  Es 1960. Albert Camus viaja en el asiento del acompañante de un Facel Vega por la ancha y tranquila recta de una carretera parisina. Su amigo y editor Michel Gallimard va al volante, atrás viaja su esposa Janine, su hija Anne, y el perro de la familia. Nadie sabrá nunca por qué Gallimard perdió el control del volante. Después de varios derrapes y de rebotar en los plátanos de la banquina, el Vega se incrusta contra el que finalmente lo detuvo. Las mujeres no sufrieron mayores daños, el piloto murió días después en un hospital. El Premio Nobel de Literatura, con el cráneo partido y el cuello roto, murió al instante. Al perro no lo encontraron jamás. Según las autoridades, el accidente de debió al exceso de velocidad que pudo reventar una de las gomas o romper el eje. Hace unos años, comenzaron a circular las versiones sobre un supuesto sabotaje ejecutado por la KGB.

  Giovanni Catelli, poeta y escritor especializado en estudios sobre Europa del Este, se ocupó de investigar estas versiones y da cuenta de ellas en Camus debe morir, donde a lo largo de breves capítulos plagados de expresiones como “opípara cena” o “interpérrita persona” trata de justificar versiones no del todo concluyentes aunque bastantes probables sobre lo que podría haber ocurrido. Catelli se apoya básicamente en el diario secreto de Jan Zábrana, un poeta y traductor checo, disidente del régimen soviético qué afirmó tener información directa de un arrepentido del sabotaje; y en Herbert Lottman, quien escribió la que quizá sea la mejor y más documentada biografía del autor francés.

  Camus fue muy activo políticamente durante la Guerra Fría, y quizá no le perdonaron los venenosos dardos arrojados contra la invasión soviética a Hungría un año antes de que se le otorgara el Premio Nóbel, en 1956. En el discurso de premiación pidió que se le otorgara el próximo al ruso Boris Pasternak, autor de Doctor Shivago, perseguido por el régimen, quien lo recibiera dos años después y se profundizaba en varios países de Europa la ola de asesinatos a intelectuales anti soviéticos. El autor de El Extranjero era uno.

  Camus debe morir vio la luz por primera vez en 2013, conmemorando el centenario del nacimiento del autor francés, y se tradujo al español el año pasado, con apéndices de nuevas versiones agregadas. Lejos de tratarse de un libro de investigación o documentación novedosa, se conforma con extensas loas al compromiso político de Camus y se regodea en intrigas de espías donde cualquier cosa podía ser posible y por eso, quizá, es posible que Camus haya sido asesinado. Las evidencias no están en este libro.

Lo menos malo

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En occidente los totalitarismos nacionalistas y fascistas fueron desarticulados a finales del siglo pasado al igual que los regímenes autoritarios militares en América Latina. Hoy casi todos los jefes se proclaman democráticos. La democracia es una necesidad ciudadana pero también una condición de mercado muchas veces impuesta en pos de un mejor comercio, o al menos, uno más redituable para las grandes potencias; más allá de que la industria armamentística necesite, cada tanto, algún tirano para equilibrar los números o muchas democracias sean impuestas para el saqueo.

En El Líder y La Masa, la génesis de la democracia recitativa, Emilio Gentile repasa la historia de esta forma de gobierno desde sus comienzos en Grecia hasta los actuales modelos globales, dando cuenta de sus complejidades, su crecimiento y transformación a lo largo de los siglos y su permanencia en una sola idea: el gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo, como la definiera Lincoln. Gentile es profesor emérito de la Universidad La Sapienza, de Roma. Es uno de los mayores historiadores de Italia y reconocido experto en el fascismo. En 2003 recibió el Premio de la Universidad de Sigrist Hans Bern por sus estudios sobre la religión en la política.

El libro comienza su travesía histórica en la actualidad, donde más de medio siglo después se da la singular coincidencia de que en las dos primeras democracias de occidente llegaron a la cumbre del poder un viejo y un joven: Trump en Estados Unidos y Macrón en Francia, ambos de la mano del populismo, la estrategia más efectiva para ganar elecciones. Trump mezclando nacionalismo y demagogia con extremismo ideológico y Macrón a pesar su público antipopulismo.

Valiéndose de los avances en conocimientos neurológicos y de comportamiento, hoy, al igual que en aquella campaña a presidente entre Nixon y Kennedy (que inaugurara los debates televisivos de candidatos) los consultores y coaching de los mandatarios “compiten para ofrecer a los electores exactamente aquello que estos desean, aunque sea imposible de conseguir y hasta absurdo [pobreza cero] sin pedirles siquiera un mínimo de esfuerzo porque eso podría hacer perder las elecciones”. Es decir: se venden presidentes como se venden celulares.

La pregunta que Gentile se hace e intenta responder es si las actuales democracias están, efectivamente, alejadas de las antigua figuras de Rey, Dictador, Zar, Jefe o cualquier otro tipo de dirigente que encarne al pueblo no para representarlo, sino por su carisma; su imposición de la fuerza (hoy las urnas) u otros mecanismos que lo han llevado al poder por motivos que no sean sus capacidades de gestión. Y es que según muchos observadores, entre ellos Gentile, uno de los fenómenos más importantes del actual malestar de las democracias es la tendencia a la personalización de la política en la figura del jefe, que entabla una relación cada vez más cínica con la multitud gracias a los medios masivos de comunicación.

Reconstruir la tormenta

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   Agosto de 1944. Ciudad Vieja, Varsovia. Una multitud festeja la captura de lo que parece un tanque nazi. Algunos, sobre el techo del artefacto rodante, saludan felices a la caravana que los acompaña. Detienen el vehículo a las puertas de un edificio, más gente se suma a los vítores, bailan, se besan los soldados del AK con sus enfermeras.

   Nadie advierte que aquello es sólo una caja de metal con ruedas. Una trampa. Cuando explota, pulveriza a quienes están cerca, destruye hasta el primer piso, mata y hiere a varios metros, sobre todo a soldados, pero también a mujeres y niños en las calles, decenas. Los sobrevivientes describieron el instante después de la explosión como una lluvia roja y viscosa. Algunos cuerpos nunca se encontraron.

   Esta escena da comienzo a Chicos de Varsovia, una crónica, biografía familiar y documental de guerra de Ana Wajszczuk (Buenos Aires 1975), quien a medida que narra el viaje con su padre por la Polonia actual repleta de museos y de edificaciones modernas, reconstruye uno de los eventos más importantes e injustamente subvalorados de la Segunda Guerra Mundial: el levantamiento de Varsovia.

   Sobre esta rebelión se escribió mucho pero se tradujo muy poco. En español es difícil encontrar lo que en otros idiomas se sigue debatiendo: los intelectuales polacos y judíos acusan de antisemitas y colaboradores a los polacos católicos; estos se victimizan acusando a los judíos polacos de colaboradores soviéticos. Wajszczuk no se detiene a polemizar; su intención es conocer y contar, en el sentido trascendental del término.
Cerca de 150 sobrevivientes entre aquellos jóvenes insurgentes -instruidos en la clandestinidad, organizados en secreto y casi sin armas- llegaron a la Argentina a fines de los años 1940 con reputación de héroes; entre ellos, la familia de Wajszczuk, la rama paterna de la autora.

   Como siempre, Argentina figura como uno de los mapas finales de la guerra, y para rastrear los pasos hasta nuestro territorio hay que cruzar un océano, el silencio de las víctimas y la integridad de los sobrevivientes. Y claro, el horror.

   En algunos pasajes, la voz que narra apenas si puede sostenerse, jadea, y Wajszczuk debe continuar narrando en versos, contando por ejemplo, que a los que no morían asesinados, los encerraban en el mercado de Zieleniak. 20 mil personas sin comida, agua, electricidad ni abrigo. Los saqueos, las violaciones, los incendios y la inmundicia eran tan atroces, que asquearon hasta a los soldados nazis.

   Chicos de Varsovia se suma a la escasa bibliografía local sobre la insurgencia Polaca mostrando cómo era la ciudad y qué ocurrió poco antes de ser arrasada hasta los cimientos en la campaña más destructiva de toda la Segunda Guerra, donde las pérdidas superaron a la destrucción de Hiroshima y Nagasaki juntas.

Traiciones y otras necesidades

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Los hombres de la casona del villerío conocido como Arroyo de la China maldicen un nombre: Justo José de Urquiza. Las mujeres callan. Una de ellas es Cruz y está embarazada del caudillo, que no acusa recibo. Algunos evalúan asesinarlo, otros prefieren no mover el avispero. Un sobrino de la mujer se acerca y le dice “Voy a matarlo, tía, por usted”. El niño es Ricardo López Jordán. Un par de décadas después, Urquiza es el hombre más importante de la Confederación por debajo de Juan Manuel de Rosas. Cuando su sombra empieza a eclipsar a Manuel Oribe, hay un jovencito entre sus filas, un soldado de apellido Jordán, que no le saca los ojos de encima. Ninguno de sus familiares tomó en serio la promesa del chico y quizá tanto él como Urquiza lo hayan olvidado en los campos de batalla, peleando juntos. Cuarenta años después de aquella promesa en el patio, en nombre de Jordán, Urquiza es brutalmente asesinado.

El argumento recuerda al cuento de Jorge Luis Borges “Emma Zunz”, aunque aquí, a la inversa que en ese relato, los verdaderos son los nombres propios, aunque los motivos otros. Esta famosa trama no es ficcional, la conocemos por tratarse de la historia grande de nuestra patria, aunque quizá no conozcamos los detalles fascinantes que la componen y la diferencian de las similares, disparando otro tipo de preguntas: ¿Es consciente un traidor de su felonía? ¿La ignorancia o la ingenuidad pueden exonerar la culpa? ¿Es correcto hablar de “traición” en política? ¿Puede un hombre traicionarse a sí mismo? Y si lo hace ¿en qué se convierte?

En Urquiza, el salvaje, el libro que el historiador Hernán Brienza presentó hace apenas días en Córdoba, Brienza muestra a un caudillo entrerriano inabordable para las garras de cualquier maniqueísmo. Fue un asesino brutal, pero un piadoso en otros eventos. Un valiente libertador, pero también un cobarde traidor. ¿Qué queda de él, concretamente, además de haber triunfado en Caseros y terminar con el reinado de Rosas? Nada menos que el Estado argentino. Desde 1810, las Provincias Unidas del Río de la Plata no habían podido organizarse en términos jurídicos. Fracasó la Junta Grande, la Asamblea del año XIII, del congreso de Tucumán, los intentos unitarios, el proyecto federal dorregista; y Rosas se negó a convocar a la Comisión Constituyente. Recién 40 años después, la Argentina alcanzó su texto constitucional gracias a Urquiza, que representaba a las provincias y a los sectores populares. “Fue su hora más gloriosa –escribe Brienza–; y el inicio de la traición del peor Urquiza sobre el mejor”.

Finalmente, el autor propone un paralelismo con la situación actual del país: Un liberalismo conservador, en el que una clase que puede identificarse con aquel mitrismo, intenta imponer las condiciones a la clase trabajadora representada en las provincias, las cuales esperan aún el debido federalismo. Brienza no hace otra cosa que opinar sobre el eterno dilema global, la lucha de los pueblos por no perder su independencia “porque, después de todo –define–, perder es ceder riquezas frente a otros grupos o sectores hegemónicos. Lo demás es metáfora”.